Fábula de una hormiga





Mis huesos se disolvieron.
Fue a las 8.30 de una mañana de enero.

El calcio de mi cuerpo
emulsionó
y se atrincheró en mi epidermis.
Mis rizos
negros callaron y
negros cayeron
tiñendo
de negro
la frontera de mi piel.

Fue entonces cuando
me di cuenta de mis antenas.
De mi tórax afloraron
nuevos miembros
y me sentí el timón del
arado
en que se había convertido mi mandíbula.

Ennegrecí.
Empequeñecí.

Seguí al resto de hormigas al interior del aula del colegio:
Las hormigas hembras, si no son reinas,
solo pueden ser obreras.

Yo no soy reina.

No pude elegir
enrolarme en este ejército de hormigas,
pero acepté
levantar hasta 50 veces mi propio peso
y traer grano
para vuestro beneficio.

Para vuestro beneficio.

¿En serio esperabais que no iba a poder izar
este saco de razones
que he ido acumulando desde aquella mañana
en que el timbre sonó para entrarnos en las aulas?
Ruth Mª. Rodríguez López

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